El Cuento Policial más corto

Marco Denevi

Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro.

La mujer jamás le dedicó una mirada.

Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platería.

Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla.

Huyó sin haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen.

A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad policial, confesó todo.

Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que había escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría.

La tierra de los invidentes (Cuento).

Por Bonifacio Cantarero

En un país muy, pero muy cercano sus habitantes vivían extremadamente felices. No les hacía falta nada porque sus tierras eran suficientemente fértiles. Sembraban y cosechaban toda clase de granos básicos, frutos y hierbas comestibles para solventar las necesidades básicas; sus ríos eran inmensos y cristalinos, sus bosques se elevaban con sus copas espléndidas, la convivencia era tan humana, armónica y pacífica que no había necesidad de un gobierno. Los niños se educaban en sus casas, a la escuela pública iban únicamente para instruirse académicamente. Aquel pueblo podía considerarse el paraíso terrenal.

En ese lugar no se conocía la palabra conflicto, mucho menos, guerra; cada vez que se suscitaban problemas, propios de la convivencia humana, se reunía la comunidad entera para hacer las paces y suavizar asperezas. No tenían religión, ni templos, no obstante, eran profundamente espirituales. Adoraban la tierra, los árboles, los ríos, la lluvia. Se consideraba capilla el corazón de cada hombre, mujer, niño, niña, adolescente, joven, anciano, anciana. Respetaban la naturaleza entera, pedían permiso para herir la tierra, para cortar un árbol, para sacrificar un animal o para recolectar los frutos que se producían a granel.

Los pueblos vecinos, en nombre de la modernidad, habían hecho mil intentos por someterlos, por adueñarse de sus tierras, de sus bienes, de su cultura y de sus valores. Les ofrecían a cambio cualquier clase de inventos y tonterías insostenibles en el tiempo a cambio de un poco de su riqueza humana y material.

Así transcurrían los días hasta que, de repente, una enfermedad como epidemia cayó sobre el poblado; de la noche a la mañana, todos sus habitantes comenzaron a quedarse ciegos, empezando por los niños y niñas hasta terminar con los ancianos y ancianas. Sin causa alguna iban perdiendo paulatinamente una de las facultades humanas más preciadas e indispensables. Y no es que las demás no lo sean, es que por los ojos entra el mundo al alma. Los ojos son las ventanas por donde se filtran las experiencias más sublimes de la vida. La belleza no puede ser apreciada en toda su expresión si no es por la vista. Enceguecían y se volvían más vulnerables.

Como consecuencia de la ceguera también iban perdiendo la memoria tan humana y tan necesaria para que una comunidad sobreviva, pues un pueblo sin memoria es un pueblo sin historia y sin historia todo género humano está condenado a ser presa fácil de los poderosos, políticos y demagogos que en nombre de la democracia y la modernidad se adueñan de la vida de los pueblos hasta someterlos y hacerlos desaparecer por completo de la faz de la tierra.

Al no tener memoria aquella gente comenzó a acomodarse y a resignarse de su mala suerte. Los pueblos aledaños con regímenes modernos invadieron sus tierras y empezaron a conquistarlos. A cambio fueron llenándolos de cosas superfluas. Se crearon ONGs de corte asistencialista para mantener a la población quieta y en silencio.

Aquel modo de vida llegó al extremo, la gente ya no se preocupaba de su vida, es más, quedarse ciegos era una suerte y hasta una bendición. Esta invalidez les quitaba cualquier iniciativa para autosuperarse. Lo raro es que esa enfermedad únicamente afectaba a los habitantes de ese país. Era contagiosa para ese pueblo mas no para los que llegaban de otros lados.

Javier, un chico extraordinario que siempre había sido adelantado en el colegio por su capacidad de liderazgo, sentido crítico de las cosas y solidario, dispuso adentrarse en el tema para buscar una explicación y conseguir la forma de curarse. Haciendo esfuerzos sobrenaturales se adentraba en los matorrales en búsqueda de alguna planta medicinal que le devolviera la vista. Cortaba cojollos de árbustos, flores, hojas y raíces y se preparaba unos menjurjes sin el éxito esperado.

Recordó una historia contada por su abuelo sobre un Rey sabio y famoso que había subido hasta la cima de una montaña para tomar una agua mágica que había enajenado a su pueblo con el fin de quedarse loco para gobernar mejor.

Recordaba haber observado a lo lejos, cuando aún tenía sus ojos sanos, una montaña majestuosa. Dejándose llevar por la facultad de su intuición decidió marcharse inmediatamente de aquel lugar para buscar la cura de su enfermedad. Caminó por días, meses, años. Presentía que no avanzaba y era que caminaba en círculo. Volvía al punto donde había iniciado el viaje. Había caminado hacia el norte, sur, este y oeste sin encontrar, tan siquiera, el inicio de la montaña. Por momentos creía que subía, llegaba a la cúspide de los montículos, luego sentía que descendía, señal que esa dirección no era la correcta. Regresaba al mismo sitio y emprendía otra trayectoria. Cuando llegaba a un río, saciaba su sed, llenaba un cumbito y proseguía el camino.

Sus fuerzas cada día se debilitaban y las esperanzas se desvanecían pero, aquel joven era de temple y de armas tomar, un aventurero de primera y sacaba, a saber de dónde, fuerzas y ánimos para continuar la misión.

Agobiado y ya casi derrotado, dispuso iniciar su último viaje. ¡Oigan bien! Iniciar, porque cada vez que emprendía uno lo hacía desde el mismo punto en que había iniciado los anteriores. Caminó sin parar día y noche, bajo la lluvia, luego bajo el sol ardiente. Intuía que era de noche por el silencio, el aullido de los perros salvajes y las temperaturas bajas. El día, por el trinar de las aves y el sol que inyectaba los rayos en su piel.

Caminó, caminó y caminó hasta que llegó a un río. Se dejó conducir por el cauce. A contracorriente fue avanzando, rodeando enormes rocas y acantilados. De pronto se dio cuenta que subía, en su corazón se encendió la esperanza de ir por el rumbo correcto. A medida avanzaba el río se hacía más pequeño, luego notó que el río ya no era un río, solo parecía un hilo leve de agua fresca que bajaba pacíficamente por las laderas de la montaña. Llegó al final del riachuelo, toco las rocas húmedas, dedujo que había llegado al lugar donde nacía el agua del caudaloso río que había dejado atrás, hacía días, meses o quizás años.

Pero su destino no acababa allí. Siguió subiendo, no sin antes haber tomado suficiente agua para el viaje sin retorno. El clima se hacía más frío. Había subido tanto que creyó haber escalado el monte más alto del mundo. De pronto sintió que llegaba a una explanada ¿Estaré en la cima? – Se preguntó-. Siguió avanzando a paso lento, calculando el terreno y los peligros. Avanzaba sin cesar hasta que los dedos de sus pies desgarrados y sangrados tocaron algo húmedo. Siguió avanzando hasta que fue profundizándose en algo que le pareció un apacible lago. Una sensación de frescura y paz fue apoderándose de su cuerpo. El agua le curaba las laceraciones de la piel, las dolencias desaparecían milagrosamente. Siguió hundiéndose hasta que el agua casi lo cubrió por completo. Su cuerpo se renovaba a medida que el agua lo empapaba. Vinieron a su mente toda clase de recuerdos, desde los más bonitos hasta los más tristes. Recordó su infancia, su niñez y su adolescencia, todas las experiencias que guardaba su memoria. Vio reflejada su vida como en un espejo. Pero ¿Qué raro que mis ojos no se curen? replicó para sí mismo. Fue en ese momento que dispuso hacer la última maniobra pora recobrar su vista. Con sus manos llevó un poco de agua a su boca. El sorbo mojó su lengua, bajó por su garganta causando una serie de sensaciones indescifrables. Tomo otro poco y lo flotó en sus ojos, fue en ese momento que sus ojos se abrieron. Vio sus manos, sus brazos, sus pies, palpó su rostro y descubrió que su piel estaba renovada. Observó a su alrededor y se dio cuenta que estaba solo, lo acompañaba un apacible silencio. Apenas amanecía, el sol proyectó los primeros rayos sobre los árboles, la vida silvestre empezó su actividad.

Javier, no salía de su asombro. Sintió como si despertase de un sueño largo y profundo. Se hizo a la orilla del lago, se sentó para rumiar calmadamente aquella experiencia vital. Pensó en su pueblo, en su gente, en la ceguera… En aquel lugar no había vida humana, quedarse allí era una buena idea, pero, alejado de la civilización no. Divisó a lo lejos, apenas se distinguía el valle, una sombrilla de humo espeso como un toldo lo cubría. A lo lejos se oían ruidos extraños como los que se desprenden de las grandes fábricas. Decidió regresar, ahora con fuerzas renovadas. Tenía que llevar la medicina ¿Cómo? no había forma, ni fuerza suficiente para cargar una buena cantidad de agua para curar a su pueblo. Pensó que la cura, de alguna manera, tenía un costo. Era imposible llevar agua para tanta gente. Sin embargo, hundió su cumbito y lo llenó hasta el borde.

Emprendió el retorno, ahora calculando el mejor sendero y acortando distancias si el terreno se lo permitía. Pronto se dio cuenta que algo nefasto había pasado. Los árboles habían sido arrasados, las tierras habían sido invadidas. Se habían construido grandes edificios y fábricas; el río estaba contaminado por los desechos inorgánicos y la expulsión de gases de las grandes industrias. Al entrar al pueblo observó que la gente tenía los ojos abiertos. Se dio cuenta que estar ciego no significa tener los ojos cerrados. Lo entendió todo. En realidad la ceguera de su pueblo era muchísimo más grave que la ceguera física. Lo que el pueblo necesitaba eran ojos para ver la realidad. Tiró el agua e decidió iniciar la tarea más difícil. En realidad la gente había caído en un letargo enfermizo, en una goma histórica deplorable. La medicina era más sofisticada que el simple sorbo de una agüita mágica. Pasado un tiempo, más videntes fueron apareciendo y se sumaban a la campaña emprendida por el gran joven Javier. Un nuevo despertar se apoderaba del pueblo. Se organizaron movimientos sociales a favor de la tierra y los derechos fundamentales de las personas. Se construyeron escuelas, se reactivó el agro, la gente aprendió a desaprender. A medida que recobraban la vista, también despertaban la conciencia y la sensibilidad. Javi reconoció que quizá nunca estuvo ciego, y es que no todos los que tienen ojos ven ni todos los que ven tienen ojos. Eso de ver más allá está reservado para pocos y pocas. Y no es que los muchos no puedan hacerlo, es que hay unos pocos que se encargan de robarles los ojos a muchos. En verdad no hay ciegos, hay enceguecidos y enceguecidas que es diferente. Juzgue usted y díga si no es cierto. Fin