La chica que me cautivó.

En las zonas rurales de Honduras, las distancias entre un pueblo y otro son largas, las calles angostas, polvorientas y solitarias. Además, se cuentan muchas pasadas sobre, espantos, sustos y otros cuentos de camino real. Pero, la gente es valiente, viajan de noche, nadie extraña encontrarse a hombres y mujeres a altas horas de la noche caminando rumbo a sus casas después del trabajo.

Una noche en que la neblina cubría por completo la carretera y los conductores por precaución debían manejar despacio, Julián Santamaría, viviría una experiencia singular que lo marcaría el resto de su vida.

Conduciendo su vehículo a la altura de Trinidad, Santa Bárbara, observó a lo lejos una silueta que se movía sigilosamente en su misma dirección. Al alcanzarla vio que se trataba de una jovencita, elegante y muy guapa que titiritaba de frío, pues mientras avanzaban por la pendiente el clima bajaba más. Compadecido y haciendo un acto de buen samaritano, la invitó a subir para llevarla o acercarla a su destino. Calculó por la hora y su condición que no debía vivir muy lejos. La joven, sorprendida, esquiva y un poco nerviosa, aceptó.

En la poca conversación que mantuvieron, supo que vivía en El Rodeo, más o menos a un kilómetro de donde se encontraban.

Al llegar al desvío que lleva a ese pueblito, la chica pidió que parara para bajar y, por mucho que Julián insistiera en llevarla hasta su casa no fue posible convencerla.

– Está bien, si usted no quiere que la lleve hasta su casa, al menos tome este abrigo para que se cubra del frío – dijo Julián-, mientras le entregaba una chamarra de cuero que llevaba colgada en su asiento.

-Si usted insiste, no me queda más que aceptarla, sin embargo creo que ya hizo suficiente por mi, ya causé muchas molestias y no quiero ponerlo en más apuros -respondió la chica.

-Descuide, no es molestia, mañana paso tempranito por su casa- respondió, Julián.

Disculpe mi falta de cortesía, amigo, soy Carita Reyes, gracias por su gentileza, fue un placer conocerlo. Se cubrió con la chamarra, bajó del carro y tomó el camino que llevaba a su casa. Las casas del pueblo ya se divisaban.

Julián aceleró su carro y siguió su camino, pues a todo esto la noche avanzaba y su esposa seguramente lo esperaba preocupaba.

Desde ese momento, Julián no dejó de pensar en aquella chica. Una mezcla de ternura, paz y compasión apretujaba su corazón. Deseaba que fuera ya el siguiente día para pasar recogiendo la prenda y de paso volver a ver a aquella joven que lo había cautivado la noche anterior.

Julián no hizo ningún comentario a su esposa. El siguiente día salió más temprano de lo habitual, media hora antes, por si se atrasaba.

Llegó sin ninguna dificultad a la casa, siguiendo la dirección y los detalles que la chica le había indicado.

Tocó a la puerta, confiado en que aquella visita sería grata. A los pocos segundos una dama vestida de luto, media edad, de pelo blanco, rostro enjuto y ojos marchitos, abrió.

-¿Qué desea, señor?

Julián, apenado, tuvo que explicar en detalle el asunto de su visita.

El rostro de la dama se desvaneció por completo mientras una lágrima empezó a rodar por su mejía, con voz trémula, respondió:

-Imposible, señor, ciertamente aquí vivía, era mi hija, pero hace exactamente un año falleció. Y usted ¿Quién es? ¿Cómo la conoció? ¿De dónde es?

-Mi nombré es Julián, vivo en “La Ceibita”, y por lo visto debo haberme equivocado de casa, no es posible lo que usted me dice.

Julián no salía de su asombro. En un momento pensó que estaba loco o talvés muerto.

La señora para sacarlo del asombro y la incredulidad, lo invitó a ver el lugar donde había sido enterrada.

-Venga- dijo: – se lo mostraré.

Justo en frente se levantaba un muro de concreto y un portón de metal gigante.

A paso lento, la señora cruzó la calle, empujó el portón y al abrirse dejó al descubierto el cementerio de la localidad.

Los ojos de Julián se quedaron paralizados y clavados en la cruz de una tumba donde colgaba el abrigo que había prestado a la chica que buscaba.

Al bajar la mirada, leyó en la lápida el siguiente epitafio: “Aquí yacen los restos de quien en vida fuera Clarita Reyes. QDDG”. Fin.

Autor Bonifacio Cantarero

La avalancha. Cuento

La lluvia cesó, el sol despuntó y las aves refugiadas en los árboles para cubrirse del despiadado aguacero salieron en busca de algo que comer. A lo lejos los techos de zinc de las casas reflejaron destellos de luz por los rayos del sol que proyectaron perpendicularmente.  Sin embargo, la alegría duró poco. Una nube espesa volvió a cubrir el cielo como un toldo y venados, los conejos, jabalíes, chiltotas, palomas y zanates y toda clase de animales, como alertados por algo, salieron despavoridos y se refugiaron de nuevo en el bosque; las gallinas, patos, chompipes, perros y gatos buscaron sus refugios. La alegría de los aldeanos se apagó en un santiamén y un sentimiento de resignación invadió el ánimo, este fue el preámbulo de la peor tragedia que jamás género humano ha vivido.  El aire cesó, un silencio envolvió la inocencia de los niños, adultos y ancianos, cuando a una distancia de dos kilómetros se vio venir una avalancha de lodo, piedras, palos y toda clase de escombros, la única acción fue dirigir sus ojos al cielo para elevar la última plegaria; la oración unánime se ahogó justo cuando la correntada del río los cubrió  arrasándolos junto a las humildes casas y todo lo que encontró en su trayecto.  Así  sucedió, tal como lo profetizó el último cacique de la comunidad, un hombre sabio, astuto y defensor de la tierra, férreo opositor de las compañías que indiscriminadamente vinieron a la zona para  acabar con la selva, pulmón de aquel lugar. Dios perdona el error que los humanos cometen, no así la naturaleza. Ésta, tarde o temprano, pasa la factura y no hay capacidad humana para detener semejante furia. Fin

Autor: Bonifacio Cantarero